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Traducción de Eduardo Molina
Siglo XXI Editores, 1993.
Espero una llegada, una reciprocidad, un signo
prometido. Puede ser fútil o enormemente patético. Todo es solemne: no
tengo sentido de las proporciones.
Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco
un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y
provocar todos los afectos de un pequeño duelo, lo cual se representa,
por lo tanto, como una pieza del teatro.
La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme. La
espera de una llamada telefónica se teje así de interdicciones
minúsculas, al infinito, hasta lo inconfesable: me privo de salir de la
pieza, de ir al lavabo, de hablar por teléfono incluso; sufro si me
telefonean; me enloquece pensar que a tal hora cercana será necesario
que yo salga, arriesgándome así a perder el llamado. Todas estas
diversiones que me solicitan serían momentos perdidos para la espera,
impurezas de la angustia. Puesto que la angustia de la espera, en su
pureza, quiere que yo me quede sentado en un sillón al alcance del
teléfono, sin hacer nada.
El ser que espero no es real. El otro viene allí donde yo lo espero,
allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es
un delirio.
***
Como Relato (Romance, Pasión), el amor es una
historia que se cumple, en el sentido sagrado: es un programa que debe
ser recorrido. Para mí, por el contrario, esta historia ya ha tenido
lugar; porque lo que es acontecimiento es el arrebato del que he sido
objeto y del que ensayo (y yerro) el después. El enamoramiento es un
drama, si devolvemos a esta palabra el sentido arcaico que le dio
Nietzsche: "El drama antiguo tenía grandes escenas declamatorias, lo que
excluía la acción". El rapto amoroso (puro momento hipnótico) se
produce antes del discurso y tras el proscenio de la conciencia: el
"acontecimiento" amoroso es de orden hierático: es mi propia leyenda
local, mi pequeña historia sagrada lo que yo me declamo a mí mismo, y
esta declamación de un hecho consumado (coagulado, embalsamado, retirado
del hacer pleno) es el discurso amoroso.
***
Humboldt llama a la libertad del signo locuacidad.
Soy (interiormente) locuaz, porque no puedo anclar mi discurso: los
signos giran "en piñón libre". Si pudiera forzar el signo, someterlo a
una sanción, podría finalmente encontrar descanso. Pero no puedo
impedirme pensar, hablar; ningún director de escena está ahí para
interrumpir el cine interior que me paso a mí mismo y decirme: ¡Corte!
La locuacidad sería una especie de desdicha propiamente humana: estoy
loco de lenguaje: nadie me escucha, nadie me mira, pero continuo
hablando, girando mi manivela.
***
Para poder interrogar al destino es necesaria una
pregunta alternativa (Me quiere / No me quiere), un objeto susceptible
de una variación simple (Caerá / No caerá) y una fuerza exterior
(divinidad, azar, viento) que marque uno de los polos de la variación.
Planteo siempre la misma pregunta (¿seré amado?), y esta pregunta es
alternativa: todo o nada; no concibe que las cosas maduren, que sean
sustraídas a la oportunidad del deseo. No soy dialéctico. La dialéctica
diría: la hoja no caerá, y después cae; pero entretanto habrás cambiado y
no te plantearás ya la pregunta.
***
Para mostrarte dónde está tu deseo basta prohibírtelo un poco. X...
desea que esté allí, a su lado, pero dejándolo un poco libre: ligero,
ausentándome a veces, pero quedándome no lejos: es preciso, por un lado,
que esté presente como prohibido, pero también que me aleje en el
momento en que, estando en formación ese deseo, amenazaría con
obstruirlo. Tal sería la estructura de la pareja "realizada": un poco de
prohibición, mucho de juego; señalar el deseo y después dejarlo.
***
Desacreditada por la opinión moderna, la sentimentalidad del amor debe
ser asumida por el sujeto amoroso como una fuerte transgresión, que lo
deja solo y expuesto; por una inversión de valores, es pues esta
sentimentalidad lo que constituye hoy lo obsceno del amor.
(Tomaré para mí el desprecio con el que se abruma todo pathos: en otro
tiempo, en nombre de la razón, hoy, en nombre de la "modernidad", que
requiere un sujeto, con tal que sea "generalizado".)
Dí con un intelectual enamorado: para él, "asumir" (no reprimir) la
extrema tontería, la tontería desnuda de su discurso, es la forma
necesaria de lo imposible y de lo soberano: una abyección tal que ningún
discurso de la transgresión puede recuperarla y que se expone sin
protección al moralismo de la antimoral. De ahí que juzgue a sus
contemporáneos modernos como otros tantos inocentes: lo son los que
censuran la sentimentalidad amorosa en nombre de una nueva moral
(Nietzche): "El sello distintivo de las almas modernas no es la mentira
sino la inocencia, encarnada en el moralismo falso". (Inversión
histórica: no es ya lo sexual lo que es indecente; es lo sentimental
-censurado en nombre de lo que no es, en el fondo, más que otra moral.)
El enamorado delira ("desplaza el sentimiento de los valores"), pero
su delirio es tonto. El daimon de Sócrates le soplaba: no. Mi daimon es
por el contrario mi tonteria: como el asno nietzscheano digo sí a todo,
en el campo del amor. Me obstino, rechazo el aprendizaje, repito la
misma conducta; no se me puede educar - y yo mismo no lo puedo hacer; mi
discurso es continuamente irreflexivo; no sé ordenarlo, graduarlo,
disponer de enfoques, las comillas; hablo siempre en primer grado; me
mantengo en un delirio prudente, ajustado, discreto, domesticado,
trivializado por la literatura.
Todo lo que es anacrónico es obsceno. Como divinidad (moderna), la
Historia es represiva, la Historia nos prohíbe ser inactuales. Del
pasado no soportamos más que la ruina, el monumento, el kitsch o el
retro, que es divertido; reducimos ese pasado a su sola rúbrica. El
sentimiento amoroso está pasado de moda (demodé), pero ese demodé no
puede siquiera ser recuperado como espectáculo: el amor cae fuera del
tiempo interesante; ningún sentido histórico, polémico, puede serle
conferido; es en esto que es obsceno.
En la vida amorosa, la trama de los incidentes es de una increíble
futilidad, y esta futilidad, unida a la mayor formalidad, es sin duda
inconveniente. Cuando imagino seriamente suicidarme por una llamada
telefónica que no llega, se produce una obscenidd tan grande como
cuando, en Sado, el papa sodomiza a un pavo. Pero la obscenidad
sentimental es menos extraña, y eso es lo que la hace más abyecta; nada
puede superar el inconveniente de un sujeto que se hunde porque su otro
adopta un aire ausente.
La carga moral decidida por la sociedad para todas las transgresiones
golpea todavía más hoy la pasión que el sexo. Todo el mundo comprenderá
que X... tenga "enormes problemas" con su sexualidad; pero nadie se
interesará en los que Y... pueda tener con su sentimentalidad: el amor
es obsceno en que precisamente pone lo sentimental en el lugar de lo
sexual.
La obscenidad amorosa es extrema: nada puede concentrarla, darle el
valor fuerte de una transgresión; la soledad del sujeto es tímida,
carente de todo decoro: ninbún Bataille le dará una escritura a ese
obsceno. El texto amoroso está hecho de pequeños narcisismos, de
mezquindades psicológicas; carece de grandeza: o su grandeza es la de no
poder alcanzar ninguna grandeza. Es pues, el momento imposible en que
lo obsceno puede verdaderamente coincidir con la afirmación, el amén, el
límite grado de lo obsceno.
***
La catástrofe amorosa está quizás próxima de lo que se ha llamado, en
el campo psicótico, una situación extrema, que es "una situación vivida
por el sujeto como algo que debe destruirlo irremediablemente"; la
imagen surge de lo que pasó en Dachau. ¿No es indecente comparar la
situación de un sujeto con mal de amores a la de un recluso de Dachau?
Estas dos situaciones tienen, sin embargo, algo de común: son,
literalmente pánicas: son situaciones sin remanente, sin retorno: me he
proyectado en el otro con tal fuerza que, cuando me falta, no puedo
recuperarme: estoy perdido, para siempre.
***
Desde hace cien años se considera que la locura (literaria) consiste
en esto: "Yo es otro": la locura es una experiencia de
despersonalización. Para mí, sujeto amoroso, es todo lo contrario: es a
causa de convertirme en sujeto, de no poder sustraerme a serlo, que me
vuelvo loco. Yo no soy otro: es lo que compruebo con pavor.
(Cuento zen: un viejo monje está ocupado a pleno sol en desecar
hongos: "¿Por qué no hace que lo hagan otros? -Otro no es yo, y yo no
soy otro. Otro no puede hacer la experiencia de mi acción. Yo debo hacer
la experiencia de descar los hongos.")
Soy indefectiblemente yo mismo y es en esto en lo que radica mi estar loco: estoy loco puesto que consisto.
Es loco aquel que está limpio de todo poder. -¿Cómo? ¿Acaso el
enamorado no conoce ninguna excitación de poder? El sometimiento es no
obstante asunto mío: sometido, queriendo someter, experimento a mi
manera la ambición de poder, la libido dominandi. Sin embargo, ahí está
mi singularidad; mi libido está absolutamente encerrada: no habito
ningún otro espacio que el duelo amoroso: ni un ápice de exterior, y por
lo tanto ni un ápice de sentido gregario: estoy loco: no porque sea
orginial sino porque estoy separado de toda socialidad. Si los demás
hombres son siempre, en grados diversos militantes de algo, yo no soy
soldado de nada, ni siquiera de mi propia locura: yo no socializo.
***
La ausencia amorosa va solamente en un sentido y
no puede suponerse sino a partir de quien se queda -y no de quien
parte-: yo, siempre presente, no se constituye más que ante tú, siempre
ausente.
A veces ocurre que soporto bien la ausencia. Estoy entonces
"normal": me ajusto a la manera en que "todo el mundo" soporta la
partida de una "persona querida"; obedezco con eficacia al
adiestramiento por el cual se me ha dado muy temprano el hábito de estar
separado de mi madre. Actúo como un sujeto bien destetado; sé
alimentarme, mientras espero. Si se soporta bien esta ausencia, no es
más que el olvido. Soy irregularmente infiel. Es la condición de mi
supervivencia; si no olvidara, moriría. El enamorado que no olvida a
veces, muere por exceso, fatiga y tensión de memorias.
Muy pronto desperté de este olvido. Apresuradamente, puse en su
lugar una memoria, un desasosiego. En la ausencia amorosa, soy,
tristemente, una imagen desapegada que se seca, se amarillea, se encoge.
¿El deseo no es siempre el mismo, esté presente o ausente el objeto?
¿El objeto no está siempre ausente? No es la misma languidez: hay dos
palabras: Pothos, para el deseo del ser ausente, e Himeros, más
palpitante, para el deso del ser presente.
Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en
suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como
alocutor. De esta distosión singular, nace una suerte de rpesente
insostenible; estoy atrapado entre dos tiempos, el tiempo de la
referencia y el tiempo de la alocución: has partido (de ello me quejo),
estás ahí (puesto que me dirijo a tí). Sé entonces lo que es el
presente, ese tiempo difícil: un mero fragmento de angustia.
La ausencia dura, me es necesario soportarla. Voy pues a
manipularla: transformar la distorsión del tiempo en vaivén, producir
ritmo, abrir la escena del lenguaje. La ausencia se convierte en una
práctica activa, en un ajetreo (que me impide hacer cualquier otra
cosa); en él se crea una ficción de múltiples funciones (dudas,
reproches, deseos, melancolías). Esta escenificación lingüística aleja
la muerte del otro: un momento muy breve, digamos, separa el tiempo en
que el niño cree todavía a su madre ausente y aquél en que la cree ya
muerta. Manipular la ausencia es aplazar este momento, retardar tanto
tiempo como sea posible el instante en que el otro podría caer
descarnadamente de la ausencia a la muerte.
***
Mis angustias de conducta son fútiles, incesantemente cada vez más
fútiles, al infinito. Es fútil lo que aparentemente no tiene, no tendrá,
consecuencias. Pero para mí, sujeto amoroso, todo lo que es nuevo, lo
que altera, no se recibe como si fuera un hecho sino como si fuera un
signo que es necesario interpretar. Desde el punto de vista amoroso, es
el signo, no el hecho, el que es consecuente (por su resonancia). Todo
significa: mediante esta proposición yo me fraguo, me alto en el
cálculo, me impido gozar.
***
Contingencias. Pequeños acontecimientos,
incidentes, reveses, fruslerías, mezquindades, futilidades, pliegues de
la existencia amorosa; todo nudo factual cuya resonancia llega a
atravesar las miras de la felicidad del sujeto amoroso, como si el azar
intrigase contra él.
El incidente es fútil (siempre es fútil) pero va a atraer hacia sí
todo mi lenguaje. Lo transformo enseguida en acontecimiento importante,
pensado por algo que se parece al destino. Es una capa que cae sobre mí
arrastrándolo todo. Cicunstancias innumerables y tenues tejen así el
velo negro de la Maya; el tapiz de las ilusiones, de los sentidos, de
las palabras.Como un pensamiento diurno enviado a un sueño, será el
incidente el empresario del discurso amoroso, que va a fructificar
gracias al capital de lo Imaginario.
En el incidente no es la causa lo que me retiene y repercute en mí, es
la estructura. No recrimino, no sospecho, no busco las causas; veo con
pavor la extensión de la situación en la que estoy preso; no soy el
hombre del resentimiento, sino el de la fatalidad.
El incidente es para mí un signo, no un indicio: el elemento de un sistema, no la eflorescencia de una causalidad.
***
El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje
contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un
doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a
realzar discretametne, indirectamente, un significado único, que es "yo
te deseo", y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el
lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en
mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me
desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.
(Hablar amorosametne es desvivirse sin término, sin crisis; es
practicar una relación sin orgasmo. Existe tal voz una forma literaria
de este coitus reservatus: el galanteo)
La pulsión del comentario se desplaza, sigue la vía de las
sustituciones. En principio, discurro sobre la relación para el otro;
pero también puede ser ante el confidente: de tú paso a él. Y después,
de él paso a uno: elaboro un discurso abstracto sobre al amor, una
filosofía de la cosa, que no sería pues, en suma, mas que una palabrería
generalizada. Retomando desde allí el camino inverso, se podrá decir
que todo propósito que tiene por objeto al amor implica fatalmente una
alocución secreta.
***
El ser amado es reconocido por el sujeto amoroso
como "átopos", es decir como inclasificable, de una originalidad
imprevisible. Es átopos el otro que amo y que me fascina. No puedo
clasificarlo puesto que es precisamente el Único, la Imagen singular que
ha venido milagrosamente a responder a la especificidad de mi deseo. Es
la figura de mi verdad.
Frente a la originalidad brillante del otro no me siento jamás
átopos, sino mas bien clasificado (como un expediente conocido). A
veces, sin embargo, llego a suspender el juego de la imágenes desiguales
("¡Que no pueda yo ser tan original, tan fuerte como el otro!"); intuyo
que el verdadero lugar de la originalidad no es ni el otro ni yo, sino
nuestra propia relación. Es la originaliad de la relación lo que es
preciso reconquistar. La mayor parte de las heridas provienen del
estereotipo: estoy obligado a hacerme el enamorado, como todo el mundo: a
estar celoso, abandonado, frustrado, como todo el mundo. Pero cuando la
relación es original, el estereotipo es conmovido, rebasado, eliminado,
y los celos, por ejemplo, no tienen ya espacio en esa relación sin
lugar, sin topos, sin "plano" -sin discurso.
***
La verdad es que -paradoja desorbitante- no ceso
de creer que soy amado. Alucino lo que deseo. Cada herida viene menos de
unda duda que de una traición: porque no puede traicionar sino quien
ama, no puede estar celoso sino quien cree ser amado: el otro,
episódicamente, falta a su ser, que es el de amarme; he aquí el origen
de mis desgracias. Un delirio, sin embargo, sólo existe si despertamos
de él (no hay sino delirios retrospectivos): un dia comprendo lo que me
ha ocurrido: creía sufrir por no ser amado y sin embargo sufría porque
creía serlo; vivía en la complicación de ceerme a la vez amado y
abandonado. Cualquiera que hubiese entendido mi lenguaje íntimo no
habría podido menos que exclamar: pero en fin, ¿qué quiere?
***
Es propio de la situación amorosa ser
inmediatamente intolerable una vez que la fascinación del encuentro ha
pasado. Un demonio niega el tiempo, la maduración, la dialéctica y dice a
cada instante: ¡esto no puede durar! Sin embargo dura, al menos mucho
tiempo. La paciencia amorosa tiene pues por punto de partida su propia
negación: no procede ni de una espera, ni de un domino, ni de un ardid,
ni de una temeridad: es una desgracia que no se usa, en proporción a su
agudeza; una sucesión de sacudidas, la repetición (¿cómica?) del gesto
por el cual yo me manifiesto que he decidido poner fin a la repetición;
la paciencia de una impaciencia.
(Sentimiento razonable: todo se arregla -pero nada dura. Sentimiento amoroso: nada se arregla -y sin embargo dura)
Comprobar lo Insoportable: ese grito tiene su beneficio:
manifestándome a mí mismo que es preceiso salir de él, por cualquier
medio que sea, instalo en mí el teatro marcial de la Decisión, de la
Acción, de la Salida. La exaltación es como una ganancia secundaria de
mi impaciencia; me nutro de ella, me revuelco en ella. Siempre
"artista", hago de la forma misma un contenido. Imaginando una solución
dolorosa (renunciar, partir, etc.), hago retumbar en mí el fantasma
exaltado de la salida; una gloria de abnegación me invade y olvido
enseguida lo que debería entonces sacrificar: nada menos que mi locura
-que, por definición, no puede constituirse en objeto de sacrificio: ¿se
ha visto a un loco "sacrificando" su locura a alguien?
Cuando la exaltación ha decaído quedo reducido a la filosofía más
simple: la de la resistencia (dimensión natural de las fatigas
verdaderas). Sufro sin adaptarme, persisto sin curtirme: siempre
perdido, nunca desalentado.
***
El discurso amoroso asfixia al otro, que no
encuentra ningún lugar para su propia palabra bajo ese decir masivo. No
es que yo le impida hablar; pero sé insinuar los pronombres: "Yo hablo y
tú entiendes, luego existimos" (Ponge). A veces, con terror, tomo
conciencia de ese vuelco: yo, que me creía puro sujeto (sujeto sujetado:
frágil, delicado, lastimero), me veo convertido en una cosa obtusa, que
anda a ciegas, que aplasta a todo bajo su discurso; yo, que amo, soy
indeseable, alienado hasta las filas de los fastidiosos: los que son
pesados, molestan, se inmiscuyen, complican, reclaman, intimidan (o más
simplemente: los que hablan). Me he equivocado monumentalmente.
***
Idea de suicidio; idea de separación; idea de retiro; idea de viaje;
idea de oblación, etc; puedo imaginar muchas soluciones a la crisis
amorosa y no ceso de hacerlo. Sin embargo, por más enajenado que esté,
no me es difícil aprehender, a través de esas ideas recurrentes, una
figura única, vacía, que es solamente la de la salida; aquello con lo
que vivo, con complacencia, es el fantasma de otro papel: el papel de
alquien que "se las arregla". Así se descubre, una vez más, la
naturaleza lingual del sentimiento amoroso: toda solución es
implacablemente remitida a su sola idea -es decir a un ser verbal-;
ajustarse a la preclusión de toda salidad: el discurso amoroso es en
cierta forma un a puertas cerradas de las salidas.
La Idea es siempre una escena patética que imagino y de la que me
conmuevo; en suma, un teatro. Imaginando una solución extrema (es decir,
definitiva, definida), produzco una ficción, me convierto en artista,
hago un cuadro, pinto mi salida; la Ida se ve, como el momento fecundo
del drama burgués:es tan pronto una escena de adiós como una carta
solemne, o bien, mucho más tarde, una despedida plena de dignidad. El
arte de la catástrofe me apacigua.
Todas las soluciones que imagino son interiores al sistema amoroso:
retiro, viaje, suicidio, es siempre el enamorado quien se enclaustra, se
va o muerte; si se ve encerrado, ido o muerto, lo que ve es siempre un
enamorado: me ordeno a mí mismo estar siempre enamorado y no estarlo
más. Esta suerte de identidad del problema y de su solución define
precisamente la trampa: estoy entrampado proque está fuera de mi alcance
cambiar de sistema y puesto que no puedo sustituirlo por otro. Para
"arreglármelas" sería necesario que yo salga del sistema -del que debo
salir. Si no fuera propio de la "naturaleza" del delirio amoroso pasar,
decaer solo, nadie podría ponerle fin.
***
Hay dos afirmaciones del amor. En primer lugar,
cuando el enamorado encuentra al otro, hay afirmación inmediata
(psicológicamente: deslumbramiento, entusiasmo, exaltación, proyección
loca de un futuro pleno: soy devorado por el deseo, por el impulso de
ser feliz): digo sí a todo (cegándome). Sigue un largo túnel: mi primer
sí está carcomido de dudas, el valor amoroso es incesantemente amenzado
de depreciación: es el momento de la pasión triste, la ascensión del
resentimiento y de la oblación. De este túnel, sin embargo, puedo salir;
puedo "superar", sin liquidar; lo que afirmé una primera vez puedo
afirmarlo de nuevo sin repetirlo, puesto que entonces lo que yo afirmo
es la afirmación, no su contingencia: afirmo el primer encuentro en su
diferencia, quiero su regreso, no su repetición. Digo al otro (viejo o
nuevo): Recomencemos.
***
Estrechez de espíritu: en realidad no admito nada
del otro, no comprendo nada. Todo lo que, del otro, no me concierne, me
parece extraño, hostil; experimento entonces respecto de él una mezcla
de pavor y de severidad: temo y repruebo al ser amado, desde el momento
en que ya no "pega" con su imagen. Soy solamente "liberal": un dogmático
doliente, en cierta manera.
(Industriosa, infatigablel, la máquina de lenguaje resuena en mí
-puesto que marcha bien- fabrica su cadena de adjetivos: cubro al otro
de adjetivos, desgrano sus cualidades, su qualitas.)
A través de esos juicios variables, versátiles, subsiste una
impresión penosa: veo que el otro persevera en sí mismo: es él mismo
esta perseverancia con la que tropiezo. Me enloquezco al comprobar que
no puedo desplazarla; haga lo que haga, por más que me prodigue para él,
no renuncia nunca a su propio sistema. Experimento contradictoriamente
al otro como una divinidad caprichosa, y como una cosa inveterada. O
también, veo al otro en sus límites. O, en fin, me interrogo ¿hay un
punto, uno solo, sobre el cual el otro podría sorprenderme? Así,
curiosamente, la "libertad" del otro de "ser él mismo" la experimento
como una obstinación pusilánime.Veo bien al otro como tal -veo el tal
del otro-, pero en el campo del sentimiento amoroso, ese tal me es
doloroso, puesto que nos separa, y puesto que una vez más, me rehúso a
reconocer la división de nuestra imagen, la alterirdad del otro.
Este primer tal es malo porque dejó en secreto un adjetivo: el otro
es obstinado: él revela todavía la qualitas. Es preciso que me
desembarace de todo deseo de balance; es preciso que el otro devenga a
mis ojos puro de toda atribución. Tú eres así, precisamente así. Tal
cual es, el ser amado no recibe ya ningún sentido ni de mí mismo ni del
sistema en el que está inmerso; no es ya sino un texto sin contexto; no
tengo más necesidad o deseo de descrifrarlo; él es de algún modo el
suplemento de su propio lugar.
Accedo entonces (fugitivamente) a un lenguaje sin adjetivos. Amo al
otro no según sus cualidades (compatibilizadas) sino según su
existencia; por un movimiento que ustedes bien podrían llamar místico,
amo no lo que él es sino: que él es. El lenguaje del que el sujeto
amoroso hace protesta entonces es un lenguaje obtuso: todo juicio es
suspendido, el terror del sentido es abolido. Lo que liquido en ese
movimiento, es la categoría misma del mérito.
***
Denominación de la unión total: es el "único y
simple placer" (Aristóteles), "el gozo sin mancha y sin mezcla, la
perfección de los sueños, el término de todas las promesas" (Ibn Hazm),
"la magnificiencia divina" (Novalis), es: la paz indivisa. O también: el
colmamiento de la propiedad; sueño que gozamos el funo del otro sgún
una apropiación absoluta; es la unión furtiva, la fruición del amor.
"A su mitad, vuelvo a pegar mi mitad." Salgo de ver un film. Un
personaje evoca a Platón y el Andrógino. Se diría que todo el mundo
conoce la maña de las dos mitades que buscan volverse a unir (el deseo,
lo es de carecer de lo que se tiene -y de dar lo que no se tiene:
cuestión de suplemento, no de complemento).
La Naturaleza, la sabiduría, elmito dicen que no hay que buscar la
unión (la anfimixtión) fuera de la división de papeles, sino de los
sexos: tal es la razón de la pareja. El sueño, excéntrico (escandaloso),
dice la imagen contraria. En la forma dual que fantasmo, quiero que hay
un punto sin otra parte, suspiro por una estructura centrada, ponderada
por la consistencia del Mismo: si todo no está en dos, ¿para qué
luchar? Mejor volverme a meter en el curso de lo múltiple. Basata para
consumar ese todo que deseo (insiste el sueño) que uno y otro carezcamos
de lugar: que podamos mágicamente sustituirnos uno al otro: que advenga
el reino "uno por el otro", como si fuéramos los vocabls de una lengua
nueva y extraña, en la que sería absolutamente lícito emplear una
palabra por otra. Esta unión carecería de límites, no por la amplitud de
su expansión, sino por la diferencia de sus permutaciones.
***
La saciedad es una precipitación: algo se
condensa, echa raíces en mí, me fulmina. ¿Qué es lo que llena así? ¿Una
totalidad? No. Algo que, partiendo de la totalidad, llega a exederla:
una totalidad sin remanente, una suma sin excepción, un lugar sin nada
al costado. Colmo, acumulo, pero no me detengo en el nivel de la falta:
produzco un exceso, y es en este exceso que sobreviene la saciedad (el
exceso es el régimen de lo Imaginario: en cuanto no estoy en el exceso
me siento frustrado; para mi, justo quiere decir no suficiente): conozco
finalmente ese estado: dejando tras de mí toda "satisfacción", ni ahíto
ni harto, sobrepaso los límites de la saciedad y, en lugar de encontrar
asco, la náusea, o incluso la embriaguez, descubro... la coincidencia.
La desmesura me ha conducido a la mesura; me ajusto a la imagen,
nuestras medidas son las mismas: exactitud, preceisión, música; he
terminado con el no suficiente. Vivo entonces la asunción definitiva de
lo Imaginario, su triunfo.
Saciedades: no se las menciona - de modo que falsamente la relación
amorosa parece reducirse a una larga queja. Es que si es inconsecuente
hablar mal de la desdicha, en cambio, en la felicidad, parecería
culpable de estragar su expresión: el yo no discurre sino herido: cuando
estoy colmado o recuerdo haberlo estado el lenguaje me parece
pusilánime: soy transportado fuera del lenguaje, es decir, fuera de lo
mediocre, fuera de lo general.
En realidad, poco me importan mis oportunidades de ser realmente
colmado. Sólo brilla, indestructible, la voluntad de saciedad. Por esta
voluntad, me abandono: forma en mí la utopía de un sujeto sustraído al
rechazo: soy ya ese sujeto.
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